Lucero, Diego
Las cosas con las que uno se encontraba ahí no se podían ver en ninguna parte del mundo. Había parecidas, pero nunca iguales. El tranvía 27 cargado de ilusionados hinchunes hasta el techo, que descargaba su pasaje frente al portón de la Avenida La Plata, es una imagen imposible de olvidar. Las reuniones en los bares que estaban frente al estadio. Los vecinos que salían a la calle a ver la gente pasar. Los triciclos con caja para la venta de pizza fría, la gloriosa pizza de cancha. Esa cuadra larga, la del paredón bajo la cabecera del estadio, era un hervidero y a la vez un escenario de movimientos generalmente mansos, alegres, ansiosos, expectantes.
(…) Había en el ambiente olor a maní, a pizza, a pochoclo, a chorizo asado (los vendían en los puestos instalados debajo de la tribuna, dentro del club, sobre la Avenida La Plata y en la otra punta en el acceso a la visitante, sobre Mármol). Si no te comías un choripán antes del partido, era como haber ido a la cancha al cohete. Y también los había a la pumarolla, un manjar reservado para corajudos. En todas las canchas había choripán, pero ahí, en Boedo, tenían otro sabor. Hasta por esas cosas había disputas.
Unos decían que los mejores eran los de Racing, premiados por la UNESCO; otros imponían que ninguno se podía comparar con los que vendían en la cancha de Vélez, galardonados con la Cinta Azul de la Popularidad. No faltaban los que aseguraban que los de Boca eran los únicos aprobados por la FIFA, los de Ferro por la CGT y los de River por la NATO. Un verdadero torneo abierto de chacinados con argumentos más que convincentes para entregarte sin reparos a ese rito incomparable de morfarte un chori en la antesala de la fiesta.
Entrabas al club por Inclán, caminabas unos metros, dabas vuelta hacia la derecha y seguro que hacías otra parada en el bar. Encuentros, charlas, café, rumores, versiones. Era una obligación pasar por ahí. Jugadores, dirigentes, periodistas, socios del club, socias, algún cura, ruido a actividad deportiva por todos lados. Había que calcular una hora, o un poco más, desde la entrada hasta la llegada al lugar en el que ibas a ver el partido.
Crónica rescatada por Enrique Escande en el libro Memorias del Viejo Gasómetro.