Wernicke, Enrique
Aquí me espera la cama. Calentita, limpia y con una mujer adentro. Así me gusta la cama desde que me brotaron los primeros pelos en la barba.
Tironeo de las botas. Me arranco la camiseta y las bombachas.
Ya estoy entre las sábanas.
Le doy un beso a mi mujer y soplo la vela. Me quedo con los ojos abiertos en al oscuridad.
Y ahora viene el sueño.
Una vieja viejísima, mucho más vieja que mi abuela, abre la puerta del cuarto y se acerca arrastrando las piernas. Se sienta a los pies de la cama, saca una madeja de lana y se pone a ovillar. Yo la miro en la oscuridad. ¿Hablarle? ¡Ni soñarlo, porque la vieja es sorda!
De pronto, en un descuido, la vieja agarra fuerte la bola de lana y me tapa un ojo.
¡Ya me burló! Pero todavía me queda el otro ojo.
La vieja vuelve a su trabajo como si no hubiese pasado nada. Yo la miro, pero me cuesta verla. Y apenas si me doy cuenta cuando levanta de nuevo el brazo y me tapa el otro ojo.
Ahora sí se acabó la historia. Me he dormido.
La vieja deja mi cuarto y arrastrando sus lanas se marcha en busca de otro ranchito.