García, Guillermo Osvaldo
A vos no te voy a mentir, Teodora: los tipos, de entrada, me parecieron raros, con aquellos trajes tan vistosos, las tupidas barbas y esa manera de hablar, entre trabajosa y antigua. Primero pensé que eran gitanos… no sé… o de alguno de esos circos pobres que, como por arte de magia, aparecen de un día para el otro en los descampados para esfumarse así, sin aviso, al poco tiempo… Como sea, la cosa fue que igual me les acerqué: una mano, vos lo sabés, no se le niega a nadie… y menos a esa hora de la madrugada. Yo, como de costumbre, iba para la fábrica con tiempo de sobra, así que no me costaba nada distraerme un rato y ayudarlos a sacar sus animales de la Tosquera. Para mí, y de tan cansados que iban los pobres, se habrían acercado más de la cuenta para beber y habían caído en esa trampa de agua y barro. Y así fue que, después de tironear un rato, los rescatamos entre los cuatro. Entonces, cada uno a su turno, los tres forasteros me dieron las gracias con palabras que no entendí pero que me sonaron tan pero tan bien como la más hermosa de las músicas. En seguida montaron en aquellos bichos altos y jorobados y, sonriendo, me dijeron adiós con la mirada mientras se alejaban rumbo al amanecer. Yo me quedé ahí, solo, sin saber muy bien qué hacer ni qué pensar hasta que, al rato nomás, empecé a llorar sin poder contenerme. Sí, así como lo oís: lloré. Pero no de pena… no… más bien de alegría. Una alegría que no sentía desde hacía mucho… desde que era muy pibe y que después habré olvidado cómo volver a sentir… ¿Me creés, Teodora? ¿Me creés si te digo que hoy veo todo distinto y me siento igual que si hubiera nacido de nuevo?