Sara escuchaba el croar de las ranas en esa noche de verano. En aras de su salud, pretendía sanar la ansiedad que la devoraba, asomada a la ventana de la sala, donde dejaba volar su imaginación con las alas de la esperanza. Pensaba en Adán, desde que se había ido sin dar explicaciones ya nada era igual para ella, ni el sol que bañaba los juncos en el borde del río por donde solían pasear, ni oír “La vie en rose” mientras bailaban a la luz de la luna. Nada…
-¡Ay, Adán! No me puedes someter a esta tortura. Retemos al destino –se lamentaba en voz alta. Sólo le respondía el silencio mientras las palabras nadaban en la sal de sus lágrimas.
Las dos parejas caminaban por el muelle tomadas de la mano. El viento, humedecido de sal, los impregnaba de mar en cada beso que lograban robarse. Él, un hombre de avanzada edad. Ella, muy joven. Ella, una mujer madura. Él, mucho más joven. Un vendedor ambulante, ofreciendo galletas de arroz bañadas en chocolate, hizo reír a una de ellas. Y la risa llamó la atención de la otra. Se observaron. Se cruzaron. Él dijo espantado a su joven amante: “¡Mira la vieja con el pendejo! ¡Qué espanto!”. Ella miró de reojo y susurró a su joven amante: “¡Pobres herederos del viejo! ¡Qué zorra!”.
Se la veía muy seria, pero con aires de mujer que se las sabe todas.
Era una mina con oficio y experiencia.
Él, justo lo que ella esperaba. Un pobre muchachito sin mucha calle.
Fue tejiendo, como araña ante su presa, todos los ingredientes para volverlo loco.
Sus caderas se veían netas, insinuantes bajo el vestido de satén negro.
Un gran escote que dejaba ver mucho de lo que tenía para ofrecer.
Fue fácil hacerlo suyo.
Pasión sin freno, sin tabúes ni reparos de ningún tipo.
Poco después le cortó todo. Él enloqueció.
- Quiero ser una mujer casada.
La boda como ella quería. Vestido blanco con cola.
Apareció muerta así vestida.
No fue su casi marido, ni un viejo amante.
Sólo una madre que quiso proteger a su hijo.
Eva era mi norte, mi musa, ahora en cambio, es un ave que surca mis nostalgias. Amábala tanto que el atlas me quedó pequeño de tanto seguirla, y esto no es una metáfora: desde Salta, hasta Alabama y Roma, su amor me fue llevando de aquí para allá, hasta que me di cuenta de que amar tiene la fragilidad de una rama que se quiebra fácilmente con el tiempo y la distancia.
Yo sé que acude, perpetuo, mi recuerdo, pero también sé que educa mis sentimientos en el rumbo de la vida. Hoy soy como un toro que ataca el paño rojo, fuerte e impulsivo, pero con el corazón que acata su destino.
Abro la puerta, obra en mí la sorpresa del descubrimiento: atrás de una sarta de chorizos que había dejado colgada en la cocina, un ratón se hace notar a pura pirueta, pero eso no es todo, no señor, una rata gris, loca de atar, lo acompaña de salto en salto mordisqueando su presa inerte. Lo que no saben los intrusos es que el azar no es parte de la idiosincrasia de su raza, así que cuando él aparta el último chorizo de la ristra, tiene la mala suerte de que se caiga al suelo, y su compañera, ni lerda ni perezosa, lo atrapa y huye encantada de la vida. En su carrera, el animal patina sobre una lámina de aceite que adorna coquetamente la mesada. Río a carcajadas al oír sus chillidos. Después de todo resultó gracioso.
Es esa zorra, si, la que se come el arroz cocinado de la olla.
Yo había visto un trozo de su cola al salir corriendo y dar vuelta la esquina del galpón de las gallinas, me perdura en la mente el recuerdo de su cola roja, sacudiendo en la carrera los pelos largos y rojizos como diciendo “¡Ya me voy! ¡Ya he almorzado!!!”, y yo que no alcancé a perseguirla porque se metió en el monte cercano a la casa.
Pero como puede esa zorra comerse todo el arroz que he preparado para alimentar mejor a mis gallinas, dígame usted ¡cómo pudo!, si había suficiente como para un caballo.
No ha dejado ni para el ratón que habita allí en su escondite, quizás pensó que no iba a notar su faltante, que ni siquiera me daría cuenta, que quizás culparía a los perros.
Y es atrás donde se oculta la ladina, si, en el montecito de cipreses, dentro quizás de una cueva, donde es probable que mantenga calientes a sus crías. De sólo pensar que puedan ser más las que me invadan, una sarta de hambrientas y ladinas en mi casa, amenazando la saludable vida de las aves, no lo creo posible, algo haré para remediarlo, alguna cosa inventaré, para logralo.
Pernoctaré en el galpón para atraparla, eso haré, le daré un susto para que no vuelva, que se olvide de lo fácil que es robar de los galpones. Sinó organizaré un ejército con los gallos y gallinas para que defiendan solos su comida usando sus espuelas y picos afilados.
El Abad tiene muy claro cuáles son las limitaciones que le impone su estado. También sabe cuál es la que más le cuesta sostener: amar… Cual animal que acude al llamado de la naturaleza, siente que vuela por los aires con las alas desplegadas cada vez que la ve. Ella, que sabe de ese oculto amor, no deja de hacerle notar sus senos cuando visita la Abadía. Seria, la dama juega al gato y al ratón con el de toga de satén, que sólo atina a mostrar una fingida risa, mientras -despierto- sueña que esa zorra lo atrapa y lo hace suyo. Cuando vuelve en sí, se resigna a que sólo los laicos puedan asir el amor carnal y que, por su condición religiosa, no debe oir los sones del deseo si no quiere terminar por odiar su ministerio. Así sea.
Mueve la rama al amar el ruiseñor, pavoneándose con su batir de alas se mete sin aviso en la sala.
Las hojas de los árboles danzan como figuras dantescas en la pared, hasta parece una lámina con forma animal.
Es la primavera, donde el río se hace oír y el amor sale a pasear por las calles de Roma; donde el sabor de un beso robas de su boca.
Bajo la caricia del sol van los enamorados, que se esconden tras los arbustos para bailar los sones que esconde en sus senos la enamorada; cual laúd que envuelve a los cuerpos haciéndoles olvidar su dual cualidad.
Hace mucho calor ese enero de mil novecientos setenta y cinco. Juan cierra un rato antes el taller, harto ya de soportar la temperatura acrecentada por el techo de chapas y por la soldadura autógena. Por el largo pasillo que lleva a su departamentito, deja atrás a la sarta de melenudos fumando, sentados a la sombra. Sube las chillonas escaleras del conventillo. Llega hasta su mujer, de batón transpirado y húmedas mechas pegadas a la frente. ¿Qué hacés?, dice él. Y ya ves. El mira por la única ventana que da a la calle, ella cala una sandía. Enciende la radio y le da fuego a un Particulares. Seguí fumando vos, que después la que aguanta tu tos en la cama soy yo. Busca la Oral Deportiva para escuchar un poco las noticias del fútbol. Va hasta la pileta y quitándose la camisa se refresca un poco. Piensa, el domingo Boca es local y por ahí me hago una escapada a verlo. ¿Y porqué viniste más temprano? Larga una bocanada de humo, apaga el pucho en la maceta y alzando los hombros le contesta: Porque el calor me tenía podrido y es enero, trabajo no sobra. A vos nunca te sobra nada, ¡ni trabajo, ni plata, ni cariño! Nada. Con calor, con frío, siempre igual. Él no la escucha. Come un pedazo de la fruta mientras se entera por Zavatarelli de las posibles formaciones. Llega el domingo. Arma un bolsito. Le da un beso que apenas roza la mejilla. Chau Elsa. Ella no se molesta en contestarle. Juan ya no volverá.
El amor nació en Roma. Mientras el abad daba el sermón la doncella acata y ataca. Convocado por el Mercader, Él acude y educa a la bella. Llega con alas a la sala. Ágil, liga. Ella se aparta, Él atrapa. No debe ajar y raja.
Al abad Noel que es un viejo león, le parece raro orar por esa mujer. En el claustro llora al comprender que perdida la zorra y el arroz ya no tendrá los sones de sus senos. Luego se compone y procede a anotar en su corazón que la damisela es una ratona.