Díaz, Laura Elena
Después de años de no querer saber, hoy iba a ir a buscarlo y esperaba encontrarlo.
Muchas cosas habían cambiado, ahora se sentía más fuerte como para enfrentar la verdad.
Muchos años habían transcurrido desde entonces. Su pelo dejaba ver algunas canas y en
su rostro aparecían algunas arrugas, delatando el paso inexorable del tiempo, que impiadoso dejaba sus marcas en el cuerpo.
Caminó por la calle. Como era feriado, la mayoría de los negocios permanecían cerrados, excepto algunos bares que sacaban sus mesas al sol. Había poca gente, pero muchos carteles y pasacalles alusivos a la fecha. A lo lejos, en la plaza, se levantaba un escenario aún vacío.
A la tarde, los jóvenes inundaron las calles. Sus banderas formaban un cielo de colores bajo el cielo. La avenida se había convertido en una marea humana que se desplazaba. Era un río de gente que marchaba detrás de los pañuelos blancos. Con ansiedad miró los rostros, pero no lo encontraba. ¡Eran tantos! Ninguno era él que ella buscaba.
De pronto lo divisó. Allí estaba en medio de la calle. En un momento todo lo demás desapareció: la muchedumbre, las banderas, los cánticos. Sólo quedó su rostro, ocupándolo todo. Allí estaba con el pelo peinado hacia atrás como ella lo recordaba y con su sonrisa que tantas adolescentes había cautivado en el secundario. No había arrugas, ni canas, estaba igual que treinta y cinco años atrás. Tenía la misma edad que cuando dejó de verlo en el pueblo. El tiempo se había detenido para él.
Trató de acercarse, pero era difícil caminar entre la multitud. Extendió sus manos para alcanzarlo. Las lágrimas nublaron sus ojos. Lo vio detrás de una cortina de agua, como el día que se despidieron bajo la lluvia en la terminal de ómnibus.
Entre muchos otros, allí estabas. La misma cara, la misma mirada, la misma expresión, la misma sonrisa de entonces. El tiempo lo había congelado en una imagen que ondulaba en la gran bandera que cubría varias cuadras. Entonces se acercó y caminó a su lado en silencio.